Por Óscar Dávila Jara (Moralito)
La oscuridad cerraba la noche y el viento silbaba arrastrando las nubes que olían a próxima lluvia. Las ramas de los árboles se inclinaban como haciendo reverencias. Los grillos sólo de cuando en cuando cantaban y su canto se confundía con el llanto del niño. Dentro de la choza, con el corazón apretujado de angustia, Dolores abrazaba a su criatura que hervía en fiebre. El viento que se colaba por las hendiduras de la puerta hacía bailar la llama de la vela provocando que la sombra de Dolores se meciera grotescamente en las paredes de la choza. Se inició el repiqueteo de las gotas golpeando el techo de la vivienda y el viento arreció azotando las paredes. El llanto del niño se había convertido en quejidos secos, apenas audibles en el rumor de la tormenta. El aire húmedo empezó a inundar la casa metiéndose por debajo de la puerta, Dolores arropó a su hijo y lo recostó en el catre de madera. Afuera tronaba el cielo como si se fuera a caer en pedazos. Con frazadas y trapos tapó las rendijas de alrededor de la puerta y puso las trancas para que ésta no fuera a abrirse con el viento. A media tarde, Emilio había salido en busca de Don Crisanto para que viniera a ver al niño, pero lo había alcanzado la punta de la crecida, dejándolo atrapado al otro lado del río.
Amainó la lluvia y sólo quedó el viento. El viento arrastrando su mano sobre la tierra y sobre la choza y montado sobre el viento, un aullido largo y profundo. Dolores oyó el aullido y sintió como si una garra se le metiera en el pecho oprimiéndole el corazón, después sólo se oyó el viento paseando el aire por las barrancas, tocando la obscuridad de la noche, recogiendo el aroma de la tierra mojada y desparramándolo por todo el campo. El agua de la tormenta bajaba en múltiples arroyos por la ladera, rodeando la casa, haciendo remolinos y dando brincos entre las piedras, empujando los trapos colocados bajo la puerta. Dolores sintió la soledad del monte y fue a tomar a su hijo del catre, el aire empezó a chorrearse nuevamente por la puerta amenazando apagar la débil luz de la vela que se encontraba sobre la mesa. Se enderezó con el niño envuelto en el rebozo y fue a tomar la vela, llegó a la mesa y encontró el plato rebosado de cera, con apenas una pestañita de mecha. Tomó el cabo restante y se dirigió rápidamente hacia el baúl, hurgó entre las ropas y no encontró nada, después fue hacia el trastero y removió platos y vasos, pero la búsqueda fue en vano. Su sombra temblaba sobre las paredes, la vela empezó a parpadear hasta que finalmente se apagó, en ese momento se escuchó el aullido justo afuera de la choza, retumbando en los rincones de la noche.
El niño comenzó a llorar más fuerte y al llanto de éste le contestaban los salvajes aullidos del animal. Dolores se encontraba petrificada en medio de la habitación, oyendo como el animal trotaba alrededor de la choza, después se suspendía la carrera y se escuchaban pasos que chapaleaban en el lodo, que se detenían frente a la puerta dejando oír un jadeo. Los pasos se alejaban y volvía el aullido rompiendo el murmullo de la noche. Apretó al niño contra su pecho y empezó a rezar “Dios te salve María …”, a cada frase la bestia se enardecía y golpeaba las paredes de la choza. Dolores cayó de rodillas en medio de la obscuridad.
Dolores sintió un aire frío que penetró en la casa y trató de atravesar con la vista la penumbra sin conseguirlo. El niño se revolvía en el regazo de la madre tratando de respirar, ésta sintió la presencia del animal y en una desesperada defensa empezó a arañar el aire, lanzando manotazos a su alrededor, buscando alejar a ese ser desconocido que la acosaba a ella y a su hijo. Escuchó los gruñidos del animal cada vez más cerca, sintiendo su vaho por todos lados. Se encogió abrazando al pequeño y quedó tirada en el suelo, esperando el ataque.
Emilio llegó acompañado de Don Crisanto cuando ya estaba clareando el día. Encontraron la puerta abierta y a Dolores en el piso, engarrotada por el frío, con los ojos abiertos como saliéndose de sus cuencas, respirando apenas y abrazando a un hijo muerto, amoratado de asfixia.
Desde el marco de la puerta, contemplando la escena, Don Crisanto expresó:
– Fue el nagual que se llevó el alma de tu hijo… fue el nagual de la noche el que le lamió los sesos a Dolores.