Por Carlos Pinto Núñez
Con el amanecer plomizo y el paso obligado, laborioso como el aleteo de un pájaro enfermo, el viejo, vuelve de trabajar. Dobla la esquina y su nostalgia diaria, aprendida de memoria, llega puntual, con la exactitud de un reloj antiguo, recorriéndole el cuerpo de huesos cansados, de carne fría, de ojos somnolientos que imaginan la salida del sol, allá, en el horizonte compuesto por una inmensidad de casas y edificios que a esa hora se antojan monstruos tristes. Nunca se detiene, camina sobre la banqueta pestilente, sobre los escombros de una noche azarosa, sobre su nostalgia regada durante años; la nostalgia vieja, más que él, porque las nostalgias nacen viejas y envejecen y se vuelven achacosas, graves, obsesionadas en un recuerdo. El lo sabe y desde la esquina extraña el campo pálido de otoño con voz de hojarasca; el campo y sus mañanas de enero con trinos entumidos de pájaros friolentos; el campo, la noche y la luna de la noche cantando una canción amarilla que nadie oía, el campo verde, verde y más verde de muchos verdes mojados de finales de junio. Sigue leyendo