Por Saúl Dávila Huízar
Teresa tiene la mirada torva, su cuerpo se envuelve en la falda negra y el chal que le cubre la cabeza, lo único que asoma entre sus ropas, es esa mirada que se llena de rencor cada vez que sale a la calle. Arrastra su existencia desde muy temprano, cuando de mañana llaman las campanas a misa; a su regreso desaparece detrás de la puerta que cede trabajosamente a el empuje de su cuerpo. ¿Cuánto hace que llegó a esa casa?. La pregunta queda suspendida de un tiempo añejo, lleno de olores rancios y de telarañas que penden del techo.
Los años volvieron polvo los recuerdos de cuando era jovencita y su rostro brillaba cuando veía a Agustín; entonces se desvivía por atenderle y anteponerle su presencia con todo el poder de persuasión de sus quince años. Poco a poco supo abrirse camino hasta sus afectos, acariciándole con la voz, al lavar y plancharle la ropa, al hacerle la cama, al preparar y servirle la comida; llenándolo de atenciones que obtenían una respuesta que alegre se aposentaba en los delgados labios del joven Agustín. Sigue leyendo