La dos heridas

Por Óscar Dávila Jara (Moralito)

Envuelta por las paredes de adobe de su vivienda, Luz María contó las once campanadas del reloj del pueblo, las escuchó a lo lejos, entre el ladrido de los perros. La luna, apenas insinuándose en un cielo lleno de estrellas, iluminaba débilmente la ladera donde se ubicaba su casa. El aire entraba por la puerta abierta y agitaba suavemente sus cabellos llenándola del aroma del campo. Luz María estaba esperando a Sebastián. El domingo pasado habían convenido casarse y acordaron definir los pormenores precisamente esa noche. Mas que por los arreglos de la futura boda, Luz María esperaba a Sebastián por las ansias de su cuerpo, imaginando su olor y sus manos ásperas, con el deseo de recibirlo por primera vez en la oscuridad de su lecho.

*     *     *

Marcial Moreno se encontraba a la orilla del pueblo cuando supo la noticia, estaba encaramado en la cerca del corral y viendo como los peones herraban las reses. Saltó de la cerca y se acercó a la hoguera en la que se calentaban los fierros con la marca de la doble M, tomó el que se encontraba más rojo y lo pegó con furia en el costado de una ternera que tenían sujeta en el suelo los peones. Con los dientes apretados escuchó el mugir del animal y recibió el olor del vello y la piel quemadas. Permaneció empujando el fierro hasta que los peones le dijeron – Ya está bueno Patrón, sino le va a quemar la carne -. Soltó el fierro y se dio vuelta dirigiéndose a la puerta del corral y sin voltear, le gritó a los peones   – ¡Mauro… Isaías! ¡Los espero esta noche a las diez en las trancas de la Trinidad! – y se retiró entre la ligera nube de polvo que iba levantando con sus pasos. Isaías y Mauro llegaron con anticipación al lugar de la cita, estaban apeados de sus caballos y recargados en las trancas de la cerca, por lo alto de la luna estimaban que pronto llegaría el patrón, mientras tanto conversaban. Unos minutos después, apareció Marcial montando un caballo colorado que caminaba con la cabeza erguida. Llegó hasta donde estaban los peones y simplemente les dijo – Le cortan el camino al Sebastián y me lo dejan quieto, yo voy a la Estancia. Nos vemos de nuevo aquí a la una – los peones asintieron con la cabeza y Marcial jaló la rienda de su caballo haciéndolo dar vuelta y partió. Mauro e Isaías montaron y se fueron a galope hacia el camino real.

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Al final de sus labores Sebastián guardó sus aperos. Salió del establo y fue hacia su casa, situada a la orilla del pueblo, cerca del río. Entró en ella y encendió la lámpara de petróleo, se despojó de la camisa y fue a enjuagarse la cabeza y el dorso en la pila que se encontraba en el patio, debajo del naranjo. Se introdujo en el cuarto principal de la casa y se puso ropas limpias. Después fue al corral y extrajo el alazán de la caballeriza, lo ensilló y salió con él por la puerta de atrás. Se encaminó hacia el callejón de la Raicera para cruzar el río y al llegar a la mitad del puente se detuvo para oír el murmullo del agua. La luna se multiplicaba al reflejarse en la cresta de las pequeñas olas que aparecían y desaparecían en la superficie del río. Sebastián venía al paso, acariciando apenas con las espuelas al alazán, dejándole la rienda suelta para que siguiera el camino ya tantas veces andado. Habían transcurrido apenas unos minutos desde que salió del camino real, tomando la vereda que subía hacia El Salto, para después llegar a la Estancia. Iba sereno, disfrutando la soledad de la noche, escuchando el sonar de los cascos del caballo en el suelo y dejándose mecer por el vaivén del animal. El caballo agitó la cabeza y bufó, Sebastián le acarició el cuello y siguió avanzando. Llegó al ochotal y oyó que por el otro lado de la vereda se acercaban unos jinetes, se enderezó sobre la montura y sujetando la rienda continuó hacia adelante. Pudo distinguir sus siluetas en la claridad de la luna y expresó:

– ¡Buenas noches!

– ¡Buenas, Caballero! – le contestaron los jinetes y uno de ellos agregó – ¿tendría usted la bondad de obsequiarnos lumbre?

– Permítanme ustedes – contestó Sebastián – y aproximó su montura a la del individuo que se encontraba más cerca.

Éste, hurgó en sus bolsillos extrayendo una caja de cigarros y se puso uno en la boca. Sebastián encendió un cerillo y lo arrimó al rostro del hombre. A la luz del cerillo, Mauro pudo comprobar que el jinete que habían encontrado era el que esperaban. Lentamente soltó su soga de los tientos de la montura, preparó una lazada sin que Sebastián se diera cuenta y en el momento en que se apagó el cerillo arrojó la soga sobre éste.

*     *    *

Luz María escuchó un caballo acercándose, se levantó de la mesa y fue hacia la puerta, desde ahí pudo observar que un jinete se detenía y desmontaba junto a la cerca de piedra que rodeaba la casa, el hombre abrió el portón y se dirigió hacia ella. Con voz insegura Luz María inquirió – ¿Sebastián…? -. – Sebastián no va a venir – Le contestaron.

*     *     *

Sebastián sintió la soga cerrándose sobre su pecho, sujetándole los brazos, trató de agarrar el extremo de ésta para estirarla y aflojar la presión, pero Mauro ya la había enredado en la cabeza de la silla y acicateaba a su caballo para que retrocediera. Luz María entró rápidamente en la casa y trató de cerrar la puerta, Marcial se apresuró y con una patada la abrió nuevamente arrojando a la mujer hacia el fondo de la habitación, entró y le dijo – ¿Que modales son esos Luchita? – y después la golpeó en la cara con el revés de la mano, tirándola al piso. Sebastián no resistió el tirón y cayó derribado, golpeándose el costado en el suelo. Isaías descendió de su montura y extrajo el machete de la silla, se acercó a Sebastián que intentaba levantarse y le dio una patada en el rostro diciendo – ¿A dónde vas con tanta prisa? al cabo la Luz María ya no está sola – . Marcial se agachó sobre Luz María e hincó una rodilla en el suelo, ella trató de golpearlo y recibió un puñetazo en la sien. Marcial le rompió las ropas dejándole el pecho descubierto. Sebastián se sacudía en el suelo tratando de liberarse, pero cada vez que lo intentaba Mauro volvía a arrastrarlo con el caballo. Isaías se acercó a Mauro y le dijo – Yo creo que el patrón ya está donde quería, es hora de irnos -. Marcial se montó sobre Luz María abriéndole las piernas y le dio otro golpe que le reventó los labios. Sebastián se enderezó logrando hincarse. Isaías se colocó detrás de él y lo sujetó de los cabellos, extendió el brazo armado hacia atrás y después lo lanzó sobre la espalda de su víctima. Luz María sintió una punzada en el momento en que su sexo era abierto bruscamente, gritó y trató de retirar el miembro intruso que la violaba pero no tuvo fuerzas. Sebastián sintió el golpe en la espalda, se arqueó y soltó un gemido, después, sintió como la hoja del machete se deslizó suavemente hacia afuera, dejando la herida abierta que empezó a teñirse de sangre. Cada embestida de Marcial lastimaba la dignidad de Luz María y la destrozaba internamente, tenía el rostro amoratado y el cuerpo adolorido, ya no hacía intentos por zafarse, con la cara inclinada hacia un lado y los ojos húmedos de lágrimas recibía una y otra vez a Marcial. Sebastián logró ponerse de pie, sintió como la sangre le fluía a través de la espalda abierta, como en un arroyo violento, al mismo tiempo que le inundaba los pulmones asfixiándolo. Tosió arrojando sangre por nariz y boca, dio unos pasos cortos y se precipitó al suelo. Luz María quedó tendida en el piso, viendo la espalda de Marcial que desaparecía por el quicio de la puerta, sintiendo nausea y odio, con la sensación del jadeo de Marcial todavía presente; sintiendo que los rastros de saliva que le había dejado en el cuello y en los senos le quemaba la piel. Se encogió abrazándose las rodillas y permaneció en el suelo llorando, con la respiración entrecortada. Mauro desmontó y fue a tomar las riendas del caballo de Sebastián, después se aproximó a donde estaba Isaías y le dijo – Hay que mandar al hombre a su casa – y éste le replicó – Todavía está vivo – Mauro vio como Sebastián se removía en el suelo abriendo la boca y tratando de jalar aire, y agregó – Éste ya no dura, vamos a subirlo al caballo.

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Luz María escuchó el trote de un caballo que se detuvo junto al arroyo. Poco a poco se enderezó y salió de la casa llamando a Sebastián. El sol brotó por el horizonte desprendiéndose de los cerros y las sombras se retiraron deslizándose sobre el potrero y la barranca. Volvió a llamar a Sebastián sin obtener respuesta. El caballo se encontraba parado en la orilla del arroyo, sin jinete. Luz María se acercó hasta él, la luz iluminó las gotas de rocío en la hierba y se reflejó en el arroyo que corría arrastrando un hilo de sangre. El cuerpo inánime de Sebastián se encontraba boca abajo, hundido en el cieno. Luz María cayó de rodillas junto a él, viendo como el arroyo arrancaba la sangre de la herida de Sebastián y sintiendo fluir el agua entre sus piernas como si quisiera purificarle la propia herida.

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