Por Óscar Dávila Jara (Moralito)
Sigo agarrado a la reja de la ventana, asomándome para ver los cerros que se empalman unos arriba de otros, como queriendo subirse al cielo. Estoy esperando que vengan por mí para llevarme un rato a las bancas del jardín, desde donde se ven las torres de la iglesia con sus campanas que nada más lloran. Todos los domingos vienen por mí. Entre semana me la paso en esté cuarto, haciendo chiquihuites con carrizo tierno que me traen del río. Hoy vienen a recoger los que he tejido y a llevarme al jardín.
Dicen que no me dejan salir por tu culpa Tomás… ¿Tomás? sí…, ya te recuerdo. Siempre haciendo tranzas para conseguir dinero, siempre agarrando a las muchachas de la cintura y acariciándoles el cabello, perdiéndose con ellas en lo oscuro de los callejones. Todo el tiempo diciéndome loco, burlándote de mí. Pobre Tomás, te moriste. Te perdono que siempre me dijeras loco.
Antes yo andaba solo en la calle, iba y venía por todo el pueblo, a veces huyendo de los escuincles que me aventaban piedras, a veces correteándolos. Las gentes mayores me trataban bien y los muchachos me decían un montón de cosas y todos juntos nos reíamos, luego me llevaban con ellos, luego me corrían, pero de todos modos yo iba y venía por todo el pueblo.
Tomás… recuerdo que fuimos a nadar, tú no me invitaste pero yo te seguí pegado a la barda del callejón, escondiéndome para que no te dieras cuenta, pisando suavecito en la tierra para que ésta no murmurara. Llegaste a la orilla y yo me quedé detrás de unos jarales mientras tú te desvestías. Cuando te encaminaste al agua, me enderecé, pero debiste sentirme porque te diste la vuelta y al mirarme gritaste – ¡Loco imbécil , sácate de aquí! -. entonces me abalance corriendo hacia ti y te vi sumirte en el río, en la mera orilla, sacudiéndote. Pobre Tomás. También recuerdo como te retorcías golpeándote la cabeza en las piedras, soltando hilillos de sangre que apenas si se veían de tan rápido que se los llevaba el río, mientras yo estaba mojado y sudando.
Te imagino sintiendo como el agua te iba entrando en los pulmones, inflándote, empujándote la vida hacia afuera y arrojándola al río en cada sacudida, hasta estar tan lleno de agua que ya no te quedo nada de vida, hasta dejar de moverte.
Pobre Tomás… te moriste, pero yo te perdono que me dijeras loco.