Por Óscar Dávila Jara (Moralito)
Brighella lo vio entrar ataviado con su natural traje ajedrezado. El escozor del desprecio de Columbina le volvió a abrazar el pecho y la boca se le amargó de sabor a hiel. Lo había invitado para regodearse viéndolo derrumbado, mientras imaginaba múltiples formas de deshacerse de él.
Arlecchino entró al gran salón con la certidumbre de que antes de ver un nuevo amanecer saciaría la sed que se había enquistado en sus entrañas, por momentos creía que no podría controlarse y la malla fundida a su cuerpo como una segunda piel, se tornaba oscura hasta alcanzar un profundo color negro que lo delataba. Respiraba jalando el aire hasta lo más hondo, donde sentía el revoloteo de un pájaro refrescando sus pulmones, que finalmente salía con su vuelo de suspiro y poco a poco iba serenándose hasta que recuperaba su color natural intercalado de blanco y negro. Brighella desde su posición y a través de sus desplazamientos por los concurridos espacios del salón, estaba pendiente de su invitado, gozaba la tensión de estar cazando una presa y detrás de la tensión un presentimiento indefinido y oculto que lo agobiaba, sin embargo, había notado el desaliento de Arlecchino por estar presente en esa fiesta de máscaras, desaliento que se reflejaba en los repentinos cambios de su semblante, desde una palidez alba hasta el extremo de una tez plomiza, cenicienta. Arlecchino se daba cuenta de que su calma no duraba mucho, una y otra vez la imagen de Colombina surgía de sus recuerdos, horadando su paciencia, como una eterna gota que taladraba su ánimo. Conforme el recuerdo se hacía más nítido hasta casi materializarse, sentía un puño desgarrador deslizándose dentro de su garganta y buscando llegar a su boca reseca. La visión de Colombina empapada de sangre, apretando los labios como tratando de retener el último aliento de vida, le producía un dolor que le dificultaba la respiración y hacía que la malla y su piel se ennegrecieran. Recordaba con una precisión dolorosa la noche que la encontró tirada en el piso, agonizando, revolcándose en un charco de sangre tibia, intentando de alcanzar con su mano la daga que tenía hundida en la espalda. Recordaba que la enderezó levemente y fue sacando con lentitud la hoja de acero de su cuerpo y entonces la sangre fluyó en un torrente en el que se le fue escapando la vida y recordó, que antes de morir, Colombina alcanzó a murmurar… Brighella, no lo pude evitar, no pude… Arlecchino revivió el sentimiento como una garra de un buitre alcanzando su corazón, oprimiéndolo como si fuera a arrancárselo del pecho, el dolor era tan intenso que estuvo a punto de perder el conocimiento, pero lentamente se fue convirtiendo en una madeja de odio que se extendió a todos los poros de su piel, alcanzando un color negro, de abismo infinito, en el que sólo quedó el ligero brillo de sus ojos enturbiados y la agradable sensación de la silueta del puñal oculto entre sus ropas. Brighella estaba extasiado de placer con la certeza de haber alcanzado sus deseos, si Colombina no habría de ser de él, de nadie, y ahora tenía a su merced a Arlecchino y la copa que le ofrecería para brindar estaba preparada con el dulce y corrosivo licor. Sé acercó a él y en el instante en que puso la copa en su mano, se dio el aviso de que había llegado la hora de despojarse de las máscaras y las luces se apagaron. En ese momento Brighella sintió una caricia en la garganta y después de la caricia la cálida sangre empapando su camisa, la luz se encendió nuevamente y el estruendo de los gritos de júbilo llenó el ambiente del salón, la vista se le nubló y la sangre empezó a inundar sus pulmones, el miedo se apoderó de él mientras la vida se le derramaba por la herida y lo último que vio fue la espalda de Arlecchino alejándose y la mano que sostenía el brillo de la hoja acerada que lo había acariciado.