La última parada

Por Óscar Dávila Jara (Moralito)

Inicio el viaje en la madrugada, cubriéndome con un abrigo de esperanzas para soportar el frío cotidiano del camino.  Me detengo por primera vez frente al espejo, que salpicado de tristeza muestra un rostro desgastado, con múltiples y diminutos arroyos que conozco casi de memoria. Cierro los ojos y la imagen se desvanece en el tiempo, se pierde en la oscuridad, giro sobre mí y lentamente los abro y avanzo hacia esa luz que se ve como el final de un túnel. Salgo de la recámara y veo los rayos del sol que agitan las partículas de polvo en el aire, que pasan a través de mí como si estuviera hecho de gotas de agua. Entonces pienso en tus lágrimas, con las que aderezabas todos esos platillos siempre rebosantes de olores, de esos olores que están almacenados en cada uno de los espacios de esta cocina por la que transito, en la que siento tu silueta desplazándose de una esquina a otra, llevando a todos lados tu pelo negro, que ahora imagino que acaricio, pero mi mano sólo cruza el aire y mis labios se resecan, mis labios que incansablemente te besaron y que bebieron tus estremecimientos como si lo hicieran en un oasis. Sigue leyendo

Amanece

Por Óscar Dávila Jara (Moralito)

Con el perfume de mujer llenando el aire, la música suena al vaivén de una cadera firme de piernas largas y un sexo hermoso, de vientre liso y ombligo hundido con brillante diminuto. El ardor del whisky, humedece los labios y acaricia los sentidos, envueltos en una felicidad de billetes, de cuartos oscuros, de sábanas sudadas y de aire caliente de la noche y más blues y más senos y muslos, brillantes, morenos, llenos de cadencia frenética de mujeres con miradas tristes y sonrisas cristalizadas, ante una multitud de hombres solos, que cuentan historias a medias, de placeres gozados a medias, extasiados de piel tersa, olvidados en la orilla de la madrugada, ebrios de tedio, de obligaciones jodidas, sedientos de hacer nada, no registrar, no negociar, no respirar, abandonados en la rutina de embrutecerse y joder lindos culos de olores penetrantes, besando los pies de las mujeres, estremeciéndose al amarles los tobillos, tomándolos entre sus manos y abrazándolos para después recorrer el abrazo a la cintura, hasta un ombligo en el que beben sus ansias y finalmente cruzar la orilla de la madrugada y cumplir otro día de vida de muerto, imaginando notas de suicidio que nadie leería.

El viento

Por Óscar Dávila Jara (Moralito)

Ya estamos acostumbrados a los muertos que nos cría el viento del sumidero, como si fueran cuotas de pizca. Y es que cada vez que alcanza el pueblo nos deja dos o tres velorios. Por eso hoy que me levanté y que salí al patio, me quedé asombrado de tanto resplandor y de ver un cielo tan alto, de ver como el polvo que levantaba con mis pasos caía donde mismo por falta de ese viento pertinaz, acarreador de nubes eternas. Y no sólo yo me quedé asombrado, pues al recorrer las calles vi como toda la gente se pasaba alzando la vista, que hasta parecían pollos bebiendo de tanto que se asomaban al cielo.

Cuando creímos que ya era hora de que cayera la tarde, vimos que el sol se había quedado clavado en lo mero alto y nos estaba calentando la sangre. Fue entonces cuando empezaron las murmuraciones. Decían que esto era el olvido de Dios y que seguramente después de que se había cansado de hacernos purgar nuestros pecados con el viento del sumidero, abandonaba todo y lo dejaba parado en el tiempo. Con esta idea se creció la desesperación y fue entonces, que ya bien platicado con mis compadres, nos pusimos en la tarea de componer la situación, así que fuimos a conseguirle su muertito al pueblo, y que bueno que lo hicimos, porque aquí en la misa del velorio ya se siente que refresca el viento y las mujeres oran por el difunto al mismo tiempo que dan gracias al cielo.

Días de sol

Por Óscar Dávila Jara (Moralito)

Ese día el cielo se ennegreció y empezó a lanzar unos goterones que dejaban sus manchas húmedas en la tierra, recuerdo que rápidamente recogí y enredé la piola teniendo cuidado de no picarme con el anzuelo y pensé que con un clima así era imposible continuar cualquier día de campo. Cuando la lluvia arreció alcancé a ver como del otro lado de la laguna todos corrían a refugiarse a la casa grande, de la cual todavía me encontraba lejos. Sobre la ladera del robledal, mucho más cerca, estaba la finca que hacía las veces de troje y hacia allá me dirigí. Al llegar empujé el gran portón de madera, abriéndolo solamente lo necesario para poder pasar, después volví a emparejarlo y con la poca luz que entraba por las ventanas fui reconociendo las cosas que se encontraban en el lugar. Sigue leyendo

Fin de historia

Por Óscar Dávila Jara (Moralito)

En la computadora iban apareciendo las letras, formando palabras que se distribuían a lo largo de la pantalla, construyendo una salida de la trama en la cual se encontraba atrapado aquel hombre. Las alternativas surgían apresuradamente, abriendo puertas hacia los pasillos, bifurcando en amplios corredores apenas iluminados por la escasa luz que llegaba del exterior. Sigue leyendo

¿Por qué no te fuiste?

Por Óscar Dávila Jara (Moralito)

Comienzo a despertar. Estoy tirado en el suelo, la cabeza me duele y tengo sed. Escucho la voz de alguien que me habla. Recuerdo que me levanté en la madrugada fresca y húmeda de rocío y salí en silencio para no despertar a Soledad y a los niños. Me paré un momento en la puerta para respirar el aire recién bajado de los cerros. Todavía estaban los faroles encendidos y las calles se encontraban desiertas. Me eché a andar pensando qué decirle al patrón. Cómo decirle que no me corriera, que ya no me iba a emborrachar, que si me emborracho es de pura tristeza, tristeza de ver como los niños se van secando como plantitas a las que les falta el sol y si me quita el trabajo, ora sí que se me marchitan, tristeza de ver como Soledad guarda sus lágrimas para que cuando yo llegue a la casa pueda enseñarme sus ojos limpios y con brillo, esos ojos que acarician la angustia que traigo pegada al corazón. Sigue leyendo

El palomo

Por Óscar Dávila Jara (Moralito)

El primer día de vacaciones fuimos el Fidel, la Gata y yo al arroyo del salitrillo para buscar por ese rumbo un buen mezquite. Andábamos tras una rama gruesa como las piernas de Doña Imelda, la que vende los duritos afuera de la escuela. A medio camino oímos las campanadas de la iglesia avisando que ya eran las once, apuramos el paso y llegamos a nuestro destino. Rondamos por los mezquites hasta que encontramos una rama, rechoncha, bien seca, tal como la queríamos, la Gata rápidamente se nos encaramó en los hombros para trepar por el árbol y sin decir agua va empezó a cortarla. Una vez que terminó le arrancamos las pequeñas ramas que tenía y con el serrucho le emparejamos los cortes dejando un palo como de una brazada. Tomamos nuestra preciada carga y regresamos al pueblo. Sigue leyendo

Tomás

Por Óscar Dávila Jara (Moralito)

Sigo agarrado a la reja de la ventana, asomándome para ver los cerros que se empalman unos arriba de otros, como queriendo subirse al cielo. Estoy esperando que vengan por mí para llevarme un rato a las bancas del jardín, desde donde se ven las torres de la iglesia con sus campanas que nada más lloran. Todos los domingos vienen por mí. Entre semana me la paso en esté cuarto, haciendo chiquihuites con carrizo tierno que me traen del río. Hoy vienen a recoger los que he tejido y a llevarme al jardín. Sigue leyendo

La huida

Por Óscar Dávila Jara (Moralito)

Pedro iba empapado de sudor, trepando por el peñasco, escondiéndose de los rurales que lo perseguían y que eran reteligeritos para jalarle al gatillo, tronando sus máuseres, haciendo que las balas pasaran sobre su cabeza zumbando como moscardones. Las manos y los pies le sangraban de tanto raspón que se hacía, pero Pedro, liviano como si fuera venado, brincaba de una piedra a otra, encorvado para no hacer blanco, luego se arrastraba igual que lagartija, pegado a la tierra, respirando polvo. Sigue leyendo

El nagual

Por Óscar Dávila Jara (Moralito)

La oscuridad cerraba la noche y el viento silbaba arrastrando las nubes que olían a próxima lluvia. Las ramas de los árboles se inclinaban como haciendo reverencias. Los grillos sólo de cuando en cuando cantaban y su canto se confundía con el llanto del niño. Dentro de la choza, con el corazón apretujado de angustia, Dolores abrazaba a su criatura que hervía en fiebre. El viento que se colaba por las hendiduras de la puerta hacía bailar la llama de la vela provocando que la sombra de Dolores se meciera grotescamente en las paredes de la choza. Se inició el repiqueteo de las gotas golpeando el techo de la vivienda y el viento arreció azotando las paredes. El llanto del niño se había convertido en quejidos secos, apenas audibles en el rumor de la tormenta. El aire húmedo empezó a inundar la casa metiéndose por debajo de la puerta, Dolores arropó a su hijo y lo recostó en el catre de madera. Afuera tronaba el cielo como si se fuera a caer en pedazos. Con frazadas y trapos tapó las rendijas de alrededor de la puerta y puso las trancas para que ésta no fuera a abrirse con el viento. A media tarde, Emilio había salido en  busca de Don Crisanto para que viniera  a ver al niño, pero lo había alcanzado la punta de la crecida, dejándolo atrapado al otro lado del río. Sigue leyendo